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Raúl

Me recibe Raúl en su casa con buñuelos de naranja y café con leche.

Le gusta coleccionar tazas. Las tiene con motivos de flores, de animales, emoticonos, autorretratos, frases e incluso con su nombre. Algunas las usa ajustándose al color que se corresponde a cada día de la semana, con arreglo a esa forma suya tan particular, de percibir el mundo. 

También le gusta jugar a los médicos y dispone de todo los artefactos necesarios, tensiómetro, auscultador, bata… y le avalan unas cuantas horas de series del tipo Hospital Central. De no haber sido por el Síndrome de Dravet — una alteración genética que provoca encefalopatía epiléptica de grado muy severo, y que se inició durante su primer año de vida, interrumpiendo su desarrollo cognitivo, motriz e inmunológico—, tal vez Raúl hoy sería un joven más, a punto de comenzar la carrera de medicina para estudiar “enfermedades raras” como la suya.

Pero la carrera de Raúl es otra. Es la carrera contra la invisibilidad y el desconocimiento social de esta enfermedad, como ocurre con otras tantas enfermedades raras, cuyos porcentajes de incidencia en la población son tan pequeños que carecen de la suficiente inversión en investigación y cuidados. No hay bastante personal especializado accesible, no hay centros de Educación Especial a los que hayan preparado para saber evitar o reaccionar ante sus espontáneas convulsiones, provocadas por un simple cambio brusco de temperatura o un momento de excitación. Y eso motiva que las diferentes etapas de su crecimiento y desarrollo no sean tan exitosas, cognitivamente, como debieran.

Desde el momento en que experimentó su primera convulsión, a los pocos meses de vida, sus padres comenzaron una peregrinación por distintas consultas antes de saber qué le ocurría. Tuvieron “suerte”, muchos niños ni siquiera son diagnosticados adecuadamente. Pero a partir de entonces empieza otro calvario. El de aceptar resignados las limitadas o poco eficaces opciones de tratamiento que existen, porque no hay fármacos específicos, lo que agrava en ocasiones el diagnostico. El de desafiar los trastornos de comportamiento de espectro autista, las infecciones crónicas, las dificultades de movimiento y equilibrio y las del habla. Pero como dijo el poeta inglés George Herbert, “una madre vale por cien maestros” y Raúl aprendió a hablar porque ella le cantaba a todas horas. Aunque ahora que es mayor, sospecho, que le gustan mucho más los videos musicales que me enseña en You Tube.

Raúl crece y sus necesidades también. El síndrome de Dravet es una enfermedad para la que no se conoce cura. Sus demandas son, irremediablemente, cada vez más exigentes y costosas. Precisa cuidado constante, lo que afecta a la vida familiar que termina, antes o después, quebrando por depresión, agotamiento y estrés.

Mientras converso con la madre de mi nuevo amigo—solo los amigos me reciben como lo hace Raúl— voy tomando conciencia de todos y cada uno de los temores que la han asaltado durante estos años. Temor de no saber cuidar, de no estar siempre, de no actuar correctamente o de perderlo en una crisis. Me sorprendo reprochándome mis banalidades, cuando descubro que lleva más de dos años sin ir de tiendas y se ve obligada a comprar la ropa por internet o encargársela a alguien. Y es que hace 18 años que solo vive para cuidar.  

Sin embargo, Raúl ajeno a las dimensiones de la adversidad que le ha tocado vivir, nunca ha dejado de aportar lo que mejor sabe hacer. Es un niño alegre y cariñoso al que le gusta participar en las tareas del hogar. Me confiesa su madre que no es mal cocinero y que su especialidad son las lentejas y los dulces. Sonríe satisfecho cuando comprueba que me gustan sus buñuelos. Entonces, aunque todavía es martes, como recompensa me presta su taza roja de los domingos en la que me encuentro una leyenda que reza: “Las cosas mágicas solo ocurren cerca de Raúl”. Y deseo que suceda, que alguien pueda llenar esa taza de perspectivas alentadoras como investigación, asesoramiento, apoyo a los familiares y compromiso social. Esa, es la magia que necesita.

Raúl paseando con su perro por su pueblo, Valdespino de Somoza, León (España)