Estaba muy estresada por el trabajo– la vida del docente es dura, pese a la creencia popular contraria–, por lo que decidí tomarme un descanso en una bonita aldea rural gallega: Pazos de Arenteiro.
La primera noche me estaba resultando muy complicado conciliar el sueño, y decidí salir al vestíbulo. Allí encontré a una mujer de una belleza extraordinaria, cuyos rasgos me resultaban muy exóticos. Tenía unos preciosos ojos color esmeralda que rutilaban como las estrellas de aquella noche de cielo claro. Sus labios, carnosos, invitaban a besarla de inmediato. Me sorprendí a mí misma en estos pensamientos y me sentí algo contrariada, pues en toda mi vida nunca me había replanteado mi heterosexualidad. Hasta este momento, claro.
Ella se dio cuenta de mi indiscreta mirada y me invitó, con un precioso acento extranjero, a sentarme con ella y compartir el pack de cervezas que descansaba junto a ella en un cubo con hielo. Acepté encantada – no me vendría mal un poco de compañía en un entorno tan solitario.
La conexión entre nosotras iba aumentando al mismo ritmo que disminuía el elixir dorado. Su mirada hacía que me temblase el pulso y se humedeciese mi ropa interior. Me sentía muy confusa, pero decidí hacer algo contra lo que siempre lucho: dejarme llevar.
Como mi excitación no paraba de crecer le propuse dar un paseo, y cuanto más charlábamos, más aumentaba la electricidad generada entre nosotras.
Paseamos, la noche siguió transcurriendo y cuando vimos lo tarde que era, volvimos a la habitación. Sin embargo, no fui lo suficientemente valiente para confesarle mi atracción por ella, y creo que eso la decepcionó. O quizás no se lanzó por no estar segura de cómo respondería yo.
El caso es que volví a mi cama con un calentón enorme, como se suele decir vulgarmente, y allí dejé volar mi imaginación gozando de mi propia compañía y del recuerdo de sus gestos y su olor. Tuve uno de los orgasmos más intensos de mi vida, y decidí que hacerlo realidad tenía que ser una auténtica explosión de fuegos artificiales. Estaba decidido: en cuanto me levantase a la mañana siguiente, la buscaría en el desayuno y le confesaría lo que sentía.