La llegada de la furgoneta se anunciaba con el claxon, en las plazas de los pueblos de la Tercia.
Ella sólo acompañaba a su padre durante los meses de verano. Vestía una batita blanca que resaltaba sus piernas de virgen de ébano. Era elegante por esas cosas extrañas que a veces ocurren. La larga melena que le llegaba casi a la cintura, con el sol, adquiría reflejos dorados, por veces, incluso rojos, causando asombro en el espesor de un cabello como de seda oscura.
En medio de la plaza paraba la furgoneta y ella abría la puerta al tiempo que extendía su esbelta pierna posando la sandalia roja en el suelo. Después sus ojos que verdeaban con la luz llenaban la plaza de una brisa inesperada.
Tímidamente abrían las cortinas de los zaguanes y los hombres comenzaban a aproximarse.
Acudían también los ancianos abandonando la sombra codiciada.
Ella repartía el pan, las empanadas y los dulces, ignorando que a cada movimiento de sus brazos un hilito brillante de sudor se le escurría desde la garganta hasta el pecho abundante y firme y que marcaba, aún más, esa manera suya de anudar la bata blanca en la cintura.
Él la esperaba todas las semanas. Nunca sería nada para él, soltero, minero que fue ya hace mucho. Ella era lo más parecido al mar que vio una vez en Asturias. Por eso los miércoles bajaba temprano, atravesando montes y riachos, ya en el pueblo buscaba una sombra y esperaba.
Sentía que se ahogaba según se acercaba a la furgoneta y llegaba su turno. Caminaba despacio saboreando el goce de ver lo que había imaginado durante la semana: sus manos de maga distribuyendo el pan, sus labios formando una sonrisa que parecían el descanso del beso que él le diera, los muslos que a él, con los botones de la bata blanca abiertos al descuido, le recordaban la subida de los trillos frescos del Faedo.
Y por fin, llegaba su vez, estaba a un palmo de ella
– ¿lo de siempre?
Y girando su hermosa espalda inclinada sobre los cestos, de repente, se volvía
_ Aquí tiene su hogaza de centeno.