Yo estaba ya con mis prismáticos, parapetado y atentísimo al canto del cárabo, pues, nada más ulular, sale unos segundos y después se va. Con la tarde derretida y a punto de caer la noche, tocaba esperar pacientemente. El viento húmedo manoseaba el cañaveral ahí abajo, y casi hacía fresco. En los pinos todavía no se movía nada. De repente, chirrió la cancela y unas formas femeninas se dibujaron en la penumbra y sus pasos rápidos por la hierba seca eran como un anhelo. Por fin te encuentro, dijo una sombra, tomando de la mano a la otra. Un azul oscuro cubría los árboles como un mantel pesado, y donde el mar, como una acuarela muy diluida, unos ribetes anaranjados le echaban la llave al día. Y los labios entreabiertos, como pidiendo perdón, estaban muy cerca; y todo permanecía detenido. El grito del cárabo rasgó el ocaso y sonó como algo muy lejano. Te estaba buscando, repitió. Se miraron muy cerca, los rostros casi pegados. En las urbanizaciones la noche ya estaba encima; sobre la playa, sobre los pinos y sobre el cañaveral. Hubo un frufrú en la hierba seca y yo me escurrí como un susto, con mis prismáticos en la mano, afuera de la parcela. Tras de mí quedó un chirrido.