Loa a los Bares del Barrio – por Albino Monterrubio (Madrid)

El bar de barrio es una especie autóctona de la Península Ibérica que, lamentablemente, se encuentra en peligro de extinción, debido al inmisericorde acoso que lleva ya tiempo sufriendo por parte de las franquicias de cubos de botellines baratos, por un lado, y por los bares de tapas de diseño habitados por “hipsters” de pobladas barbas y gafas de pasta, por otro. El auténtico bar de barrio se caracteriza, en lo que a su aspecto externo se refiere, por un entorno – mobiliario, decoración y pintura – que no ha sido modificado, renovado o remodelado al menos en los últimos treinta años. Los anuncios que detallan las raciones y bocadillos a disposición de los clientes – nunca tapas, la tapa no se cobra, es un derecho inalienable – están escritos en tiza sobre una pizarrilla o presentados en uno de esos carteles con letras góticas intercambiables a dos colores – la inicial en rojo y el resto en negro – que, si bien en origen eran blancos, ahora son de un amarillo de diente viejo gracias a la grasa que han ido adquiriendo del ambiente circundante mediante un proceso de ósmosis que podría ser materia de análisis para algún equipo de físicos de una facultad americana. Los de más rancio abolengo, si bien es cierto que de estos ya van quedando muy pocos, presentan sus raciones y especialidades escritos con letras de colores sobre el mismo vidrio del escaparate, acompañado de unos pictogramas dignos del primer premio en un concurso de pintura naif. Así, por ejemplo, una ración de patatas bravas es representada por una mezcla informe de amarillo y rojo, que, desde un análisis frío y objetivo y, obviamente, fuera del contexto en que se encuentran, bien podría ser tomada por la representación de un pavoroso incendio. En el espacio tras el mostrador, un santuario únicamente accesible al sumo sacerdote del templo, se diferencian dos niveles: un primer nivel situado por debajo de la barra, y que, para el mundo exterior, es tan desconocido como las selvas más inextricables del Congo, y un segundo nivel que va desde la barriga prominente del camarero hasta las telarañas del techo. Respecto al primer nivel, y aunque muy pocos mortales han tenido la oportunidad de verlo, por lo que no hay pruebas objetivas al respecto, uno siempre se lo imagina repleto de chapas de botella repartidas en distintos estratos, algunas de ellas de tal antigüedad que podrían ser expuestas en el Museo Egipcio de El Cairo. El segundo nivel, es decir, el que queda a la vista de los clientes, se encuentra habitualmente abigarrado de botellas polvorientas, la mayor parte semivacías, de marcas
de bebidas espiritosas en muchos casos ya desaparecidas e imposibles de encontrar en el mercado. Indefectiblemente, en una estantería distinguida, hay una botella de resolí con la forma de las Casas Colgantes de Cuenca, recuerdo de la única vez que el dueño se aventuró más allá de la puerta de su local en una excursión para él tan exótica como si hubiera visitado el rincón más recóndito de la China. Los pocos huecos que dejan las botellas están ocupados con carteles de factura barata que aclaran que “Hoy no se fía, mañana sí” o que “Hoy es un día precioso, verás como viene alguien y lo jode”. Como si ambas cosas necesitasen explicación… Pero, como pasa con las personas, el aspecto externo es lo de menos, o al menos eso me decía mi madre, consciente de que la belleza no era una de mis virtudes predominantes. Lo que de verdad caracteriza a un bar de barrio es la “fauna” que lo habita. Y digo “fauna”, aunque quizá debería decir “flora”, porque realmente parece que hayan crecido allí por casualidad, como esos arbolillos raquíticos que nacen en las cunetas de las carreteras. O al menos eso te hace pensar el hecho de que siempre que vayas, independientemente de lo intempestivo de la hora o de si luce el sol o estén cayendo chuzos de punta, los encontrarás acodados en el mismo sitio de la barra. La vestimenta de estos habituales fluctúa desde el chándal tipo “Olimpiada de Múnich 72” al jersey de ochos con pelotillas de lana tamaño de una naranja, no siendo raro encontrar algún parroquiano que, en pijama y zapatillas de estar por casa, degusta pensativo su copita de “103”. Otro elemento indispensable del paisaje es el dueño, ese hombre gordo y calvo, de edad que sobrepasa ampliamente la de la jubilación, con algunos retazos de pelo blanco mal peinado y rala barba que no se ha dejado humillar por la cuchilla en los últimos tres días. Con un paño al hombro, probablemente lo único de un blanco virginal en todo el establecimiento, atiende a sus habituales con un palillo en la boca, apéndice que se ha convertido en parte inseparable de su fisonomía, con igual rango de importancia que su nariz. Con todos sus defectos e incomodidades, sus anacronismos y su olor rancio, los bares de barrio tienen algo de lo que carece su competencia. Ese algo es un alma, una personalidad propia e irrepetible. Algo así como lo que diferenciaría los rasgos de un maniquí perfecto y apolíneo de las habituales miserias de una persona de carne y hueso. Por eso, sigo prefiriéndolos a cualquiera otros, y mientras, con disimulo y un poco de remordimiento cosmopolita, tiro al suelo el hueso de la aceituna que acompaña mi aperitivo, ruego porque sigan sobreviviendo para solaz de las generaciones venideras.

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