Adoro la impersonalidad de las calles de las ciudades que no me conocen. La particularidad de no pertenecer al lugar y por lo tanto ser ignorada en cualquier registro. Ser apenas una silueta entre tantas, sin nombre, sin tierra definida, sin conjunto social conocido. Ser, en definitiva, nadie.

Hoy solo soy una paseante en la que nadie repara. Camino bajo un paraguas en una mañana de lluvia como esa mujer del cuadro de Afremov que siempre me llamó tanto la atención. ¿Cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Ya lo recuerdo: Princesa bajo la lluvia. Lo he mirado muchas veces.

Tengo en mi mano descubrir con los ojos de la primera vez ciertas calles y perderme más allá de los rumbos cotidianos. Dejarme guiar por los monumentos que se alzan por encima de los edificios y definen la historia de lo que somos y de lo que siempre fuimos. Nuestra historia se despliega en cualquier parte, donde estemos dispuestos a mirar, también en esa iglesia del neorrománico de tipo catalán con arquillos lombardas en su cornisa, o la que contiene un grupo de sepulcros con estatuaria gótica, o ese otro monasterio que alberga la sede del Museo de Arte Contemporáneo Español. Marcan mi paso y deciden mi camino a través del tiempo.

Dos ciudades en dos días y la riqueza de las horas de soledad. Visito un museo arqueológico albergado en lo que fue una casa de nobles. A través de sus salas viajo desde la Prehistoria a la Edad Media. Me pone a la vista que somos los beneficiarios del trabajo e ingenio de otros que existieron hace miles de años. Hicieron lo más difícil, crear desde cero sin referencias: el fuego, la rueda, las herramientas, los tejidos y cómo no, la escritura. Nosotros simplemente reprodujimos, optimizamos, transcribimos y modernizamos. Visitar un museo es una buena cura contra el ego de la modernidad. Somos porque otros fueron. Y lo que somos, por muy alta que sea la estima en que nos tengamos, es etiquetable para unos cuantos, pero irrelevante para la mayoría.

Los lugares con los que no entroncamos nos devuelven a esa realidad tan necesaria, la del anonimato, la de la soledad buscada, aquella de la que hablaba Unamuno: “No hay más diálogo verdadero que el diálogo que entablas contigo mismo, y este diálogo sólo puedes entablarlo estando a solas.”

Me pregunto si pudiera ser que el propósito de la vida sea ser nadie, en vez de apuntalarnos obsesivamente sobre un universo de valoraciones pendulares que nos somete a cumplir con un personaje que sobrevive en un estado de extrema fragilidad.

Son los momentos en los que retozamos en el anonimato cuando vivimos con más autenticidad, somos más creativos y abiertos a las experiencias. Sin embargo, casi nadie lo entiende así porque hemos asimilado que debemos buscar ser alguien por medio de algo, de una persona, de un símbolo, una idea, o de un atributo.

Escribo esta amalgama de pensamientos sentada en el café de una ciudad que no sabe de mi nombre ni de mi historia. Me viene la voz de cascabel de Gabriel Celaya — tal vez porque sé que estuvo preso en un campo de concentración en esta ciudad en tiempos de guerra—que me ampara con la frase: A solas soy alguien. En la calle nadie.