Hace apenas cuatro días tuve el placer de asistir a la presentación del trabajo de fin de grado de la joven estudiante de antropología Elena Gallego que, inspirada entre otras muchas cosas, por uno de los artículos que he escrito para esta columna, decidió presentar en su ponencia un primer diagnóstico sobre el mundo rural en general, y sobre nuestra comarca maragata en particular.

La exposición parte, como cabe esperar, poniendo la mirada sobre los grandes problemas que nos acucian como son, la despoblación, la escasez de servicios, la escasa apreciación del propio patrimonio y la falta de diálogo entre localidades, ayuntamientos e incluso vecinos.

Elena Gallego, resumió en apenas treinta minutos un trabajo que, sin embargo, tiene más de ochenta páginas donde recoge las opiniones que los vecinos de varios pueblos de la comarca han compartido con ella, arrellanados en sus sempiternos poyos. Un trabajo que merece ser leído, que recoge las incertidumbres, los juicios y las percepciones que la gente testimonia —demasiadas veces, en mi opinión, cuando nadie más los escucha— sobre el pasado y el futuro de la comarca y que es merecedor de ser leído, pero sobre todo de ser meditado concienzudamente para que nos sirva de motivación. Sobre este estudio antropológico y social podréis conocer muchos más detalles pronto, de manos de su propia autora. Mi aportación aquí no pasa de ser un rápido análisis, seguramente condenado a la subjetividad, a ese primer diagnóstico que la joven antropóloga Elena Gallego plantea.

La población del mundo rural sufre, en demasiadas ocasiones las metamorfosis que los agentes externos de turno proponen, lo que desemboca en propuestas de desarrollo e inversiones que alteran el medio y ponen en peligro el patrimonio cultural, los recursos naturales y la memoria histórica. El discurso de la España vacía o vaciada ha servido para abrir la veda a toda clase de especuladores que harán de nuestro entorno rural una nueva heredad, abaratada, mancillada y languidecida.

Esto es así porque somos muy nuestros, cerrados como las casas maragatas, y nos cuesta mirar para afuera, generar comunidad, nos cuesta poner en valor nuestro entorno, nuestro patrimonio natural y cultural. No acabamos de ver las virtudes de esta tierra mítica y fetichista, de su folklore, de sus leyendas y de su historia. Pisamos sus caminos día tras día sin concederle la importancia que tienen; y es ahí cuando nos exponemos a que venga cualquiera a reducir a silencio todo lo que es nuestro, lo que nos representa.   Parece que la memoria no nos acompaña todo lo que debiera a la hora de identificarnos con la tierra. Adolecemos de una gran falta de interés y abundante descrédito por el cultivo ecológico, por la actividad agraria, por la energía renovable de autoconsumo —a un paso estamos de cambiar el monte por espejos gigantes y terminar con la fauna y la flora que todavía sobrevive a la masiva plantación de pino—. No entendemos muy bien qué supone apostar por un turismo rural sostenible, que es aquel que promueve la conservación del medioambiente y propone medidas para mantener la cultura regional. 

Y más doloso es, además, el insuficiente el interés por parte de las administraciones dejándonos fuera de estudios actualizados sobre las necesidades de la población, sobre nuestra etnografía o el clima que nos afecta. Viven de espaldas a nosotros o demasiado lejos para saber qué condiciones se dan verdaderamente dentro del mundo rural, porque realizar una monografía que sirva para mejorar nuestra realidad no sale rentable.

Necesitamos, urgentemente, encontrar algo que nos arraigue de nuevo, que nos conecte y nos proteja de las constantes engañifas con las que tratan de despojarnos de nuestra identidad. Y necesitamos aprender a abrir la puerta a los que encuentran en el pueblo un lugar donde establecerse y buscan la posibilidad de emprender o teletrabajar. Estar dispuestos a recibir, si llega el día, esa sangre joven, con voluntad, con conciencia, con esperanza.

Adivino que el trabajo de campo de Elena Gallego ha recogido, además de sus inquietudes y su propia historia rural, ese deseo de vecindad que todos anhelamos, pero del que, al mismo tiempo, recelamos. Tal vez nuestro destino cambie cuando aprendamos que el futuro es nuestro y nadie tiene que venir a resolvernos nada.

“El pueblo aprendió que estaba solo… El pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza.” Rodolfo Walsh.