“Había un hombre rico, tan rico que pasaba todas las noches contando su fortuna. Al lado vivía una familia pobre, tan pobre que de no tener nada que contar, se juntaban al calor de la lumbre y cantaban y bailaban. El hombre rico les tenía envidia pues sospechaba que aquella familia era más feliz que él. Así que un día les regaló su fortuna y dejó todas sus preocupaciones; y bailó y cantó. La familia pobre nunca había visto tanto dinero así que entusiasmada lo empezó a contar noche tras noche, y se olvidaron de cantar y de bailar.”

Resuena en mi cabeza esta historia que me contaban cuando era pequeña y vuelve, una vez más, la voz de mi padre con el recurrente refrán: “La alegría en casa del pobre dura poco”, que venía a decir que la felicidad no es cuestión de justicia si no de posibles.  O aquel otro, cuya sentencia era todavía más desconsoladora: Mañana de risas, tarde de lágrimas.

Lo cierto es que con los años no puedo más que contradecirle y justificarle al mismo tiempo. Me gustaría decirle, aunque ya no esté, esta vez te equivocas. Me niego a que este tiempo en el que estoy a bien conmigo y llena de alegría y de esperanza —aunque no todos los vientos soplen a favor y navegue con más de una vela rasgada— sea la antesala de la desgracia por costumbre. Me niego a que esta querencia genética por los naufragios suscriba mi destino y contribuya en algo más que en la introversión necesaria para despertar mi sensibilidad y juntar cuatro letras. Y me basta con que esas cuatro letras sirvan para sajar las costuras y extraer, de vez en cuando, cualquier veneno capaz de mortificarme por dentro.

Por fin me van abandonando los miedos y entiendo que en la casa del pobre la alegría dura poco; pero no del pobre que está falto de posesiones, sino del pobre de espíritu que padece un hambre que no se sacia por el estómago sino desde el corazón. Y el corazón, por trillado que suene, no se alimenta más que de la alegría de vivir. Y por fin entiendo que todo acaba en lágrimas si lloras de risa.  

No he venido al mundo a malgastar la alegría en valores de mercado. Prefiero calentarme junto a la leña, cantar y bailar, aunque desafine y no tenga ni una chispa de ritmo. Procurarme placeres que no envidien fortunas. Ser capaz de poner mi ser en negro sobre blanco, asentando mi madriguera bajo montañas de libros que me reconcilien en cada línea con la vida.  Pues tengo más de una sospecha de que son estos los que deciden lo que escribo y me desentrañan cuando los leo.  Que como dice mi buen amigo, el poeta Delfín Nava, “lo que escribo no llega por inspiración, llega por transpiración.” Lo que engulles es lo que transpiras; entiendo que quiere decir. Y si lo he entendido mal que me disculpe, pues es tal el convencimiento que tengo sobre el asunto que no puedo remediar creer que abundan las purgas provocadas por la buena lectura.

Pero, volviendo al tema, bien me educó mi padre —a pesar de sus cuitas y su resistencia para aceptar las cosas buenas de la vida sin miedo— para saber cuál es mi lugar en el mundo y vivir y crear de acuerdo con ello. Pues la riqueza es no desear más de lo que se tiene y saber que lo que se tiene no te hará rico.

Si hubiera aprendido mucho antes a invertir sus refranes, le habría leído aquel pensamiento de Delibes en La sombra del ciprés es alargada:Me percaté entonces de que la alegría es un estado del alma y no una cualidad de las cosas. Que las cosas en sí mismas no son alegres ni tristes, sino que se limitan a reflejar el tono con que nosotros las envolvemos.” Creo que le hubiera gustado escucharlo.