(Leyenda popular)

Cuenta la leyenda, que en el Torreón de los Osorio del pueblo maragato de Turienzo de los caballeros vivió una dama, hija del Señor de Turienzo, que cada mañana acudía a la Laguna Cernea, acompañada de sus criadas.

 Una de aquellas mañanas vio a un Caballero Templario que daba de beber a su caballo e inmediatamente se quedó prendada de él.

Pero su amor no fue correspondido a pesar de los mensajes que le enviaba a través de sus criadas.

Su pasión por el joven creció hasta límites insospechados por lo que la dama no estaba dispuesta a renunciar y espiaba al caballero mientras lo deseaba cada vez con mayor fervor lo que la llevó a usar malas artes y recogiendo unas pequeñas flores que crecían en los contornos del Castillo y agua bendita de la Basílica de La Encina de Ponferrada preparó una pócima de amor que le dio a beber al muchacho que resultó irremediablemente enamorado.  

El Caballero para poder escapar con la dama robó valiosos objetos sagrados de la iglesia de Turienzo, pero el Maestre de la Orden los sorprendió cuando daban comienzo a su huida y los maldijo con un ensalmo que los dejaría, aquel año de 1258 convertidos en Piedras de Bafomet por mil años más, en la fachada de la Catedral de León como castigo por sus malas obras.

Desde entonces, esperan allí, encerrados en piedra la liberación que será cualquier noche, una vez cumplidos los mil años.

Escucha aquí el poema

Permaneces en silencio, apartada, inmóvil.
Sólo unas cuantas ondas 
se mecen en tu superficie
alentadas por un remolino de viento
que de vez encuando te besa.

Vas guardando en el fondo
retazos de tus recuerdos,
huellas casi imperceptibles de antiguos pueblos, 
de otras generaciones,
de otras vidas, de otros sueños.

Te hemos contemplado entre 
melancólicos suspiros
y te hemos buscado en pos
de tu quietud y tu silencio
cuando los ires y venires
de esta loca vida
nos niegan ir a nuestro propio encuentro.

De ti, la compañía que busco
cuando no la quiero.
Cuando retomo el privilegio
de sentirme dueña de mi propio ser.

Cuando ya hace mucho tiempo
que mi alma me llama, mi cuerpo me grita,
porque no recuerda cuando
mi vida fue suya la última vez.

Entonces huyo del mundo a sentarme en tu orilla,
permanezco en silencio, apartada e inmóvil,
y contemplo tu atmósfera eterna,
casi siempre seca,
defendiendo tu vida, 
luchando para preservar tu agua
ante un futuro incierto que te la arrebata.