Francisco taloneaba su alazán levantando polvo por las afueras del pueblo. Todas las mañanas desfilaba al trote lento frente a la casa de los malvones rojos: las alpargatas de
yute inmaculadamente blancas, el pantalón azul de lino bien planchado, la impecable camisa celeste de algodón, la chaqueta de cuero lustrosa, el coqueto pañuelo a rayas anudado al cuello huesudo, el chambergo de fieltro apenas ladeado ocultando sus cabellos entrecanos, la mirada absorta en la figura de Carmina agachándose para arrancar unas malezas de entre los tomates, las espinacas o los puerros de su pequeña huerta.
Si Carmina se enderezaba y sonreía, Francisco se detenía un instante, respondía con otra sonrisa y un saludo de la mano, se acomodaba de nuevo el chambergo y seguía su camino, con el alma y el cuerpo más tibios y despiertos.
Hacía ya seis meses que el finado Gervasio la había dejado viuda a Carmina a sus cuarenta bien llevados años, cuando lo perdió un disparo una noche de juerga en el pueblo.
Francisco siempre la había codiciado a Carmina, desde que era chica y él ya era arriero.
Ahora, a sus sesenta años, sentía que le volvían las ganas que había escondido.
Esa mañana de otoño, Francisco pasó por lo de Carmina más temprano, con el sol recién salido y el rocío brillando los pastos. Se bajó del alazán, lo ató en la tranquera del frente y enfiló por el sendero en dirección a los malvones encendidos que lo llamaban, con sus alpargatas inmaculadas, su pantalón bien planchado, su camisa impecable, su chaqueta lustrosa, el pañuelo bien anudado, el chambergo ladeado, la mirada altiva y un ramo de flores silvestres en sus manos temblorosas.
No hizo falta que tocara a la puerta. Carmina lo metió adentro de un manotazo. Volaron las flores y salieron espantados unos pájaros adormilados. Sin pedirle permiso, lo llevó hasta la cocina, donde estaba amasando el pan para el desayuno, se recostó de espaldas sobre la vieja mesada de madera y se recogió las faldas, ansiosa, con los muslos pálidos abiertos como los gajos de una fruta madura, húmeda y hospitalaria. Francisco se olvidó de sus modales y extrajo su miembro ya tieso, para entrarle a tanta carne hirviente y fuerte que reclamaba un compañero dispuesto.
Dos horas se quedó Francisco desfogando a Carmina, aprendiendo a recorrerla memorioso, entre corcovos de yegua y padrillo. Luego, saciados, ella lo despidió con caricias dulces y un largo beso con sabor a café negro y pan recién horneado.
Allá partió retrasado para el campo Francisco, con las alpargatas manchadas, el pantalón y la camisa arrugados, la chaqueta sucia de harina, el pañuelo olvidado, el chambergo torcido, la mirada alucinada, el alazán fresco y descansado, en un trote sin apuro que lo llevaba flotando en una nube de polvo manso.