Todas las mañanas reaccionaba al sonido del claxon del repartidor de pan apartando ligeramente la cortina que tapaba la ventana, la cual abría lo suficiente como para que entrara un hilo de aire. Antes de contar hasta diez aparecías en mi campo de visión avanzando hacia la furgoneta aparcada en el centro de la plaza. Yo tenía la cabeza pegada a la pared y tú pasabas rozando la fachada de mi casa en busca del recorrido más sombreado. Cuando estabas a mi altura solo nos separaba el medio metro de grosor del tabique; tus músculos se marcaban bajo la tela vaquera de los pantalones, la cual a cada zancada era sacudida por el ímpetu con el que caminabas y desprendía pequeñas partículas de polvo aromatizadas con jara.
Si cerraba los ojos, en ese momento podía viajar a los campos donde tantas veces compartimos vara y hoz; notaba tu mano fuerte y agrietada apoyada en mi rodilla durante los momentos de descanso en los que sentados celebrábamos el paso de cada minuto. Accidentalmente mi falda caía desde allí dejando dos fuertes piernas al descubierto; te estaban prometiendo un largo abrazo del que no te sería fácil escapar. La media sonrisa de tu mirada acompañada de una ligera presión con tus dedos provocaban un escalofrío que comenzando por los pies recorría todo mi cuerpo hasta llegar al pecho, donde acababa con una especie de fogonazo que me delataba ante todos.
Durante el camino de vuelta otra vez frente a la ventana fingías no mirarme, pero te descubría tu media sonrisa. Dentro de la bolsa que sujetabas adivinaba dos tortas de manteca cubiertas de azúcar. Como los niños que pellizcan el pan de camino a casa tú propinabas grandes mordiscos a tu desayuno dejando la comisura de los labios impregnada de azúcar. Sabías de sobra que cuando abrieras la puerta ya tendría demasiadas ganas.